viernes, 3 de mayo de 2013

Whisper


Por el momento todo estaba sumido en una inquietante calma. Los bordes de su visión comenzaban a desdibujarse, y como ruido de fondo se escuchó la melodía de una guitarra eléctrica interpretando una tonada conocida. Ella se vio en medio de un lúgubre bosque totalmente recubierto de fina y brillante nieve. La canción continuaba, y a ella le pareció reconocer la letra entonada por una voz dulce y delicada, casi tímida, y muy familiar.

Se puso en pie con cautela mientras observaba los grotescos ángulos que formaban las desnudas ramas como garras de los árboles cercanos. Caminaba con pasos lentos y sin rumbo fijo, le pareció, aunque la verdad sus pies parecían saber con exactitud adónde dirigirla. Llegó por fin a una zona donde los árboles crecían más juntos, por lo que llegaban a formar una especie de cúpula entretejida; se detuvo en seco y miró con asombro a la dueña de aquella hipnotizante voz que había estado escuchando. 

Era ella misma.

Su doble -o eso se permitió suponer que sería- se encontraba en medio de la cúpula de árboles ataviado con un vaporoso vestido de seda blanca increíblemente similar al que ella recordó llevar la ultima vez que se vio en un espejo. Su imitadora se movió frente a un micrófono negro mientras de la oscuridad, a su espalda, fueron emergiendo grandes figuras negras llevando en las manos... guitarra, bajo y una batería.

¿De dónde saldría la batería?, se preguntó.

Los recién llegados se unieron a la doble y continuaron la interpretación musical, en tanto ella -la original- ladeaba la cabeza intentando entender la escena. Algo suave en la palma de su mano cerrada le llamó la atención, y al abrirla descubrió una pluma blanca maltratada y manchada con sangre y lodo. Plideció. El solo de guitarra era ahora acompañado por el repiqueteo de la repentina lluvia y por la peor sensación de vacío que había ella experimentado jamás.

Dio un respingo.

Emergió bruscamente de entre las sábanas; la respiración agitada, los ojos desorbitados y un suspiro de alivio rápidamente espantado al advertir que, verdaderamente, sostenía en su mano una pluma sucia y maltrecha. Una pluma larga, brillante, que conservaba su aroma.

Ésa era su pluma.

Bajó de la cama de un brinco y recorrió como un bólido los silenciosos pasillos de su casa, desiertos ya a esas horas de la madrugada. Abrió la puerta principal y se deslizó fuera con la facilidad de un incorpóreo, donde un gélido viento invernal le azotó las mejillas a modo de bienvenida. Ella, sin embargo, no perdió tiempo al lanzarse a la carrera más frenética y desesperada de cuantas hubiera emprendido.

Por el rabillo del ojo vio a las personas de cerca señalando el cielo mientras murmuraban entre sí asombrados. Ella creía que después de todo lo que había vivido ya nada podría sorprenderla, pero se equivocaba. Alzó la vista y detalló el remolino casi perfecto conformado por espesas y pesadas nubes grises, casi negras. Por allá y por acá resplandecían destellos como relámpagos de muchos colores, aunque en lugar de escuchar el habitual trueno se sintió algo tenebroso, casi como si el cruel viento invernal hiciese escuchar su tétrica risa. Poco a poco comenzaron a caer a velocidades de vértigo unas figuras negras envueltas en algo aún más negro; se precipitaban desde las nubes hacia la tierra, y cuando la alcanzaban no producían sonido alguno. Era desconcertante.

Desesperada por la posibilidad de un escenario que no quiso ni plantearse, echó a correr con todas sus fuerzas dirigiéndose al lugar en que terminaron aquellos seres. 

Estaban tendidos en el suelo; algunos presentaban golpes, cortes y heridas profundas, pero todos tenían las mismas enormes alas negras destrozadas.

Habían caído.

Y todo por su culpa.

Trabajosamente se fueron incorporando y clavaban la vista en ella a medida que lo hacían; algunos le sonreían con sorna y unos poco se acercaron y le susurraron cosas al oído. Ella no quería creerles, se negaba a hacerlo, quiso correr y alejarse lo más posible, pero no pudo: las piernas no le respondían porque en el fondo sabía que decían la verdad, o parte de ella, pero resultaba difícil descubrir las mentiras entre todo lo que murmuraban.

Le pidieron que se dejase llevar, y ella lo entendió: querían que se diera por vencida, pero no estuvo segura de que aquello fuera lo mejor. Ellos prometieron no matarlo ni molestarlo a cambio de que ella renunciase a su posesión más preciada. Ella sólo quería que él estuviera a salvo, no deseaba que sufriera por su causa.

Así que al final aceptó. Se dejó envolver por esas suaves y malvadas manos que le aguardaban impacientemente. Respiró hondo por última vez y se dejó devorar por la oscuridad. Sé que puedo detener el dolor si lo deseo... pensó. Los caídos se aglomeraron a su alrededor mientras la cubrían con esas demoníacas alas negras, sólo hasta que de ella no se vio ni el delicado vestido blanco.




Más allá, en un bosque distinto, en una situación distinta, un ardiente dolor atenazó de improviso el pecho de un resplandeciente hombre que, en apariencia, era mitad humano y mitad ave. Él volvió la cabeza con brusquedad deseando fervientemente que no fuera lo que pensaba, que el dolor no fuera producto de alguna insensatez de ella. El viento sopló, alborotándole los negros cabellos, y él se prometió firmemente buscarla y no dejarla ir de nuevo.

Todo en cuanto ahora podía pensar era en su hermoso rostro. Él la amaba más que nada.

Se mantuvo agazapado en el suelo del bosque mientras replegaba las magníficas alas blancas sobre la espalda hasta que desaparecieron de la vista, escuchando con algo de repulsión los gruñidos de victoria de lo caídos, y preguntándose qué los tendría tan alegres dada su situación...

miércoles, 27 de marzo de 2013

No estoy loca

Las personas se alejan de mí y me evitan. Con sus miradas de reojo me acusan de estar loca, de estar mal, y no lo estoy. Es que ellos no entienden con lo que he tenido que cargar, ellos no comprenden la seriedad de mi situación... Si tan sólo me escucharan se darían cuenta... se darían cuenta de que quizá estoy algo peor que loca.

Pero no es mi culpa. Nunca he pensado que haya sido mía... Ni siquiera aquella vez.

Siempre he estado sola y he sido solitaria. Lloraba en los baños de la escuela hasta que me acostumbré a ser la marginada, la solitaria, y entonces disfrutaba de mi almuerzo en los cubículos del baño en paz. Yo tenía mi propio cubículo, todas ahí lo sabían, y cuando se cansaron de molestarme entonces allí encontré refugio. Casi como una cuevita. A mis compañeras de clases siempre las observaba, las estudiaba, me aprendía sus hábitos y sus costumbres, y yo las conocía mejor de lo que ellas mismas creían. ¿Creen que no es normal? ¿Creen que es espeluznante? No, aún no llego a esa parte, pero paciencia, que viene realmente pronto.

Candice. Era ella. Era muy popular, era muy prepotente, era muy odiosa. Era ella quien me molestaba siempre que me veía, aunque no es que hiciera mucho para verme, tampoco. Su burla hacia mí era única y, de todas las que solía recibir, era la que más me enojaba. Mi madre había muerto cuando yo era pequeña; la asesinaron delante de mí cortándole la garganta y luego desmembrándola antes de que acabara de morir. Yo me salvé de milagro, pero creo que ahora preferiría no haberlo conseguido. Ella, antes de eso, siempre peinaba mi cabello con dos hermosas trenzas que me caían a los lados de la cara como orejas de sabueso, y a mí me gustaba batirlas y sentirlas azotarme el rostro, porque entonces podía pensar que ella estaba allí conmigo... Pero Candice no pensaba igual. Ella decía que eran sosas, horribles y de mocosa idiota; siempre que me decía eso me podía pasar más horas en mi cubículo, llorando. Sus burlas fueron algo constante desde que nos conocimos en primero, y ahora estábamos por ingresar a la preparatoria.

Ella no había cambiado, y yo tampoco.

Candice, y de eso me acuerdo bien, tenía un largo y hermoso cabello rubio que le llegaba casi a las rodillas y que ella exhibía suelto con mucho orgullo, siempre. Yo en mis fantasías más secretas me imaginaba tomando su cabello y cortándolo con una tijera y luego haciéndoselo tragar hasta que se asfixiara y muriera... y esa maldita boca no volviera a decir nada malo de mis trenzas. 

Era así, en general, que pasaba los últimos meses de mi último año de primaria: imaginando cosas horribles sobre Candice y su largo cabello rubio, fantaseando con convertir su orgullo en su muerte... En una muerte horripilante, desgraciada. Pero claro, sólo eran cosas que pasaban en mi mente, y en ocasiones me sentía mal por estar pensando así.

Una tarde, después de comer, esperé como siempre a que las chicas salieran del baño para poder hacerlo yo y dirigirme a mi clase; por ese tiempo los profesores ya se habían acostumbrado a mí y mis "actitudes extrañas", por lo que no me amonestaban por llegar algunos minutos retrasada. Salí de mi cubículo creyéndome sola, y al alzar la mirada Candice me ignoraba olímpicamente frente al espejo, tonteando con su estúpido cabello rubio como solía hacer. Me llevé las manos a mis trenzas sólo como hábito nervioso, y fue allí que ella giró sus ojos de víbora en mi dirección y comenzó con su veneno habitual.

"Pareces una burra con esas cosas a los lados de tu cara. Ésas trenzas horribles podrían ser riendas decentes para una yegua. No sé qué diablos pensaba tu madre cuando te hacía esas cosas asquerosas y creía que estaban bien; más aun no entiendo por qué las sigues usando, si ella ya está muerta y no las ve"

Y para antes de darme cuenta la había golpeado tan fuerte en la cara que la tomé por sorpresa y la hice caer al suelo. Candice se sostenía la cara sangrante y la nariz magullada. Yo me miré al espejo, pero no pude ver mi reflejo, sólo su sangre en mi mano... Se sentía bien, era viscosa y cálida, olía a hierro y... no lo sé, pero tenía que sacarle más. 

Me abalancé sobre ella. La golpeé en la cara y mientras más sangre salía más fuerte le daba. Ella me pateaba, se retorcía, intentaba liberarse, pero yo era más alta y la pude someter. Luego su cabello también se tiñó de rojo, como nuestros uniformes, pieles y el suelo... y me detuve un segundo. Ese cabello. Ese cabello amarillo, largo y hermoso. Ese cabello que se burlaba del mío como su dueña lo hacía de mí...

Ese cabello sería su perdición.

Lo tomé y lo dividí en dos, cruzándolo sobre su cuello, y luego giré a Candice para volver a cruzar sus mechones dorados en la nuca... Y apreté. Halé. Sostuve. Y luego volví a apretar. Las pataletas y los movimientos se detuvieron abruptamente; anudé el cabello en su sitio con fuerza y revisé a Candice.

Estaba pálida, con los ojos abiertos de par en par y como a poco de explotar. Estaba fría. Estaba muerta.

Al darme cuenta de lo que había hecho sólo pude entrar en un apacible y silencioso pánico, que al final me llevó a huir aunque no antes de cortar un mechón de ese largo cabello dorado para quedármelo como recuerdo, y mientras corría sin saber muy bien adónde sólo pude pensar "ahora sí va a lucir bonito tu cabello, Candice, cuando los gusanos se lo coman".

Éste es sólo uno de los pequeños episiodios trágicos que pueblan mi vida, y la verdad es que, quizá, de todos no es el más espeluznante. Tal vez sí, no estoy segura pues depende de cada uno de ustedes. En cuanto a mí, las personas suelen mencionarme y llamarme "la loca", "la loca psicótica", "la pobre loca desalmada"... Muchas cosas con "loca" en ellas, pero yo sólo os digo esto: !NO ESTOY LOCA, LOS LOCOS SON USTEDES! ¿Y saben por qué? Porque están aquí, escuchando mis historia narrada por mis propios labios, viéndome quizá en un lamentable estado de alteración y monotonía... Y yo... llevo muerta más de diez años.

Los locos, son ustedes.